viernes, 9 de marzo de 2007

DISCO ETERNO

José Urriola C.


Debería comenzar por contarte todo desde el principio, pero como este cuento no tiene principio entonces comienzo como deberían comenzar todos los cuentos: por el final. El otro día te llevaste un disco que te recomendé, y ese disco es muy especial, tan especial que no puede estar solo. Tenemos que acompañarlo.

La primera vez que me di cuenta fue porque me quedé hasta tarde en la discotienda. Era tan tarde que hasta apagaron las luces de la calle. Estaba todo oscuro, apenas iluminado por la pantalla del equipo de sonido, con esa luz azulada e intermitente que gritaba desde el silencio eléctrico una y otra vez: NO DISC / INSERT DISC. Y yo me quedé colgado mirando a la lucecita, que me preguntaba por qué no había disco, que me suplicaba que le insertara uno. Y pensé en lo solo que está uno. En lo oscura que se pone la calle cuando uno camina solo. En lo sola que está la casa cuando uno llega tarde y la encuentra tan sola que da la sensación de que allí ni siquiera habita ya uno. En lo infinitamente solo que se siente uno cuando ni siquiera tienes a alguien para decirle: “te grabé éste disco, sé que te va a gustar”. Y entonces allí, en ese momento, la luz azulada e intermitente que pedía que le metieran un disquito se puso como acuosa, como difusa detrás del cristal de una pecera; pero no era la luz. Era yo.

Yo dije en voz alta, como si le hablara a un perro: “Ya va, pues, vamos a ponerte musiquita para acompañarnos”. Y estoy casi seguro de que la pantalla sonrió. Hizo una mueca de alivio, mostró los dientecitos luminosos como diciendo gracias. Busqué un disco, un gran disco digno del momento. Paseé la vista por los estantes sin luz, me sabía esas carátulas de memoria, me sabía perfectamente el orden alfabético, el brillo preciso del plástico de cada uno de esos discos. Agucé el oído, algo se movía entre ellos. Estuve tentado de encender la luz. Pero no. Fuera lo que fuera lo sorprendería en medio de la penumbra. Entonces sonó algo minúsculo, un sonido de cascada miniatura con el agua que corre al revés, como un derrumbe de hormigas en retroceso. Y de la nada, en medio de la oscuridad, surgió un disco. Un disco verdoso, fluorescente, con una fosforescencia apagada que emitía un resplandor ahogado desde el centro del anaquel.

Saqué al disco de su lugar y sentí su calor palpitar debajo de la yema de mis dedos. Era como un corazón tibio, como un niño hecho de pasta a quien acabaran de parir. Lo inserté en la bandeja del equipo de sonido y dejé que se lo tragara goloso. Y sonó. Sonó un disco de ensueño. Sonó el mejor disco de la historia de la música. Un disco imposible que nadie nunca pudo haber tocado ni grabado. El soundtrack de una película gloriosa que no se filmó jamás. Música para llorar a lágrima viva, sin vergüenza y en medio de la calle, simplemente porque amaneció con buen sol. Música para despedirse con un beso eterno en medio del aeropuerto sabiendo que a esa persona no la verás nunca más. Música para silbar con los amigos aún cuando las arrugas de la boca no te permitan más silbar. Música para cuando te entierren y no quieras que te lloren. Música para hacer el amor, quedarse viendo al techo y temblar un poquito, porque eso que acaba de ocurrir estuvo demasiado bueno. Música para saber, no sin vértigo, que pasará mucho tiempo antes de que vuelvas a ser tan feliz. Música como para vencer al pánico, apoyarse de la baranda e impulsarse de un salto breve. Música para volar; pero para volarse hacia adentro ¿Sabes?

Yo no pude volver a escuchar otra cosa. Como si todo lo que uno hubiera escuchado antes en la vida hubiera sido pura basura. Como si las partículas caprichosas en su laboratorio molecular hubiesen lanzado un atentado, una bomba sublime que me estallaba en medio del cerebro cada vez que pulsaba la tecla de Play. El velo se había corrido, algo había perdido definitivamente su virginidad. Música había una sola y esta toda concentrada allí. El resto no era otra cosa que mal ruido.

Y la gente seguía viniendo a la discotienda para llevarse histéricamente discos malos. A llenarse la cabeza y los oídos de basura, para cantar los pésimos estribillos de músicos mediocres, para aprender a tocar los acordes del último hit de la temporada que nadie recordaría más en un mes, a tragarse su papilla musical predigerida y regurgitada. Ninguno se merecía una recomendación. Ninguno era digno de consejo: “Toma, oye esto”. Basura son y basura se merecen. Eres lo que escuchas. Si oyes mierda, mierda eres.

Hasta que te asomaste tú. Hasta que llegaste a la tienda con tus aires de elfo, de muñequita escapada de un manga, de marciana que recién se baja de la nave y ya no se acuerda dónde la estacionó. Tus dedos iban saltando con cautelosa prudencia, casi con asco, por encima de los discos de moda, de los cantantuchos del montón; se te iluminaban los ojos cuando alguna gema escondida salía de entre el estiercolero, cuando una aguja extraña irrumpía en el pajar. Rescataste cinco discos y te viniste hasta el mostrador. Te llevabas los mejores cinco de toda la tienda, los mejores cinco discos de la ciudad. Yo dije: “qué buen gusto” y tú: “tenía tiempo buscándolos, aunque me gaste el sueldo completo me los tengo que llevar”. Y yo casi digo: “¿No quieres casarte conmigo y ser la madre de mis cachorros?”, pero no lo dije de puro cobarde que soy, pero tú sí dijiste: “Quisiera escuchar algo nuevo ¿no sabes de algo especial que me puedas recomendar?”. Y yo casi me muero; pero en cambio te dije: “Toma, te regalo esto. Es el mejor disco del universo jamás”.

Te regalé el disco absoluto, el disco perfecto. Mi disco eterno.

He pasado días pensando en esto. No he pegado el ojo en decenas de noches. He pasado lunas y soles averiguando hasta por debajo de las piedras tu nombre y señas. Imaginando lo que tú imaginarías al escuchar el disco. Imaginándome una música que ya no recuerdo. Armando con los retazos de mi mala memoria cada nota, cada acorde, cada arpegio, cada compás. Y de tanto que le he dado vueltas a todas estas vueltas, anoche las partículas -en otro afortunado ataque de impertinencia, en otro de sus sublimes ataques de autonomía- me han lanzado desde su laboratorio molecular otro disco eterno. Me lo soltaron por debajo de la puerta de la discotienda como diciendo: “Toma, para que no estén solos”.

Así que bueno, perdona, pero esto no puede ser otra cosa que una señal. El disco fue hecho para andar con otro como él. Tu disco y mi disco tienen que estar juntos, fueron concebidos para acompañarse. Me he pasado semanas armándome una película de tú y yo juntos con ese soundtrack de fondo. Cobardías aparte, aquí me tienes, listo y entregado, a ver si te animas y comenzamos a filmarla.



http://joseurriola.blogspot.com


9 comentarios:

La Gata Insomne dijo...

Urriola
siempre digo lo mismo
tú si escribes bonito, bien
se me asomaron la lágrimas al balcón en alguno de tus "versos" porque esto es un poema a la soledad, a las ganas y al amor.

Bendito sigas siendo

Marie Claire Kushfe dijo...

Recuerdo una tienda, en alguna de las tantas calles de Barcelona, una de ésas miles que están llenas de rarezas maravillosas...recuerdo que quedaban pocos euros y sin embargo, nos llevamos el Agaetis y el ()...Hace rato que no los escucho...gracias por devolvérmelos.
Beso eterno
Claire

Maria D. Torres dijo...

Yo quiero uno de esos discos! O mejor dos, uno para regalar.

JCZ dijo...

Los buenos escritores, tienden a rechazar, vacuos e insulsos comentarios a sus escritos. Yo, espero que usted acepte este, que aunque humilde y sencillo, sale de mi removido laboratorio molecular:

"Una belleza, maestro. Sencillamente, hermoso..."

Anónimo dijo...

Jose: Esta vez te quedaste atrapado en una disquera.... Cuéntales a tus lectores, aquel episodio cuando quedaste atrapado en una Iglesia de Barcelona.Se que con tu estilo tan particular, lo disfrutarán también.

Jose Urriola dijo...

Gata: gracias por el comentario y especialmente por la bendición.

Claire: sigamos coleccionando discos eternos para que nos acompañen y nos acompañemos.

MD: Habrá que lanzar un catalizador en el laboratorio de las moléculas para que nos saquen dos ediciones más.

Lemur: Su comentario me honra, sobre todo por aquello de haber logrado una pequeña reacción en su diminuto laboratorio molecular.

Anónimo: Ya escribiré sobre el encierro en la iglesia, lo haré pronto en mi blog personal.

Anónimo dijo...

Urriola,
Esta página tiene buenos cuentos, textos maravillosos... pero el único que suena, el que de verdad tiene una tonada casi silente como si un disco sonara debajo de las palabras, es éste. Acabo de escuchar ese disco eterno y quiero por lo menos uno.

SERGIO MÁRQUEZ dijo...

"Música para saber, no sin vértigo, que pasará mucho tiempo antes de que vuelvas a ser tan feliz"... Ojalá la música también nos dotara del poder para profetizar, y así saber que somos entonces felices y gozar la vida y gozar la música y dejarnos consumir por ambas. Un saludo José.

javier dijo...

“Entonces sonó algo minúsculo, un sonido de cascada miniatura con el agua que corre al revés, como un derrumbe de hormigas en retroceso”. ¡Cojonudo!
De hecho, todo el relato transpira un embrujo superlativo.
Me refiere a una resignación estrictamente relacionada con las casualidades. A un final que apenas comienza; a una suerte de hoja con una sola cara, al ascensor para pisos impares.
A un reloj de arena con embudo y una sola esfera…

Genial…

Cheers