jueves, 8 de marzo de 2007

EXORDIO DE UNA CITA A CIEGAS

Javier Castillo Lander



Desde que me divorcié de Lucía, mi vida gira en torno a dos circunstancias intermitentes: La primera es una suerte de cacería incesante por las discotiendas de la ciudad para intentar reponer uno a uno los discos que perdí a raíz de mi separación. Accidentalmente ella se quedó con esa mitad de los discos que odiaba y que nunca escuchaba; me refiero a los míos… Mientras que yo, me he limitado a escuchar sólo un par del lote que me quedó a mí; los de ella y que por cierto: yo también odiaba escuchar cuando sonaban.

Desde que legalizamos nuestra ruptura, acordamos mutuamente no volvernos a hablar en la vida, por ésta razón, nunca pude recuperar todos mis discos.

La segunda circunstancia me persigue como yo a mis discos perdidos. Digo esto porque desde que firmé los papeles, la gente se ha tomado la atribución de intentar conseguirme pareja sin que yo lo haya solicitado. Cuando digo la gente, me refiero a toda la gente: Familiares, amigos y amigos de mis amigos que míos no son sino conocidos y a veces hasta ni eso. Sin embargo, todos sin excepción se han dado la tarea de inventarse valores humanos que los diferencia (según ellos) de los animales. Me explico: Han decidido por mí (además sin consultarme) que es lo que necesito, por qué lo necesito y, hasta han discutido y elaborado un análisis de lo que no necesito. Eso, hasta que alguno de ellos decida que mis carencias no satisfacen sus necesidades y en consecuencia, me abandonen y me dejen por ahí… viviendo mi vida sin ellos.

A pesar de mi odio por los que no me dejan vivir, me excuso por haberme desviado del tema. Ese campo que investiga a la gente, sus manadas y detalles de subsistencia, dejemos que lo cubran los de Discovery Channel o los de NatGeo porque yo de lo que quiero hablarles es de otra cosa… Quisiera contarles acerca de mi primera cita a ciegas desde que me divorcié de Lucía.

Mi primo Lisandro “profesional y erudito en el tema del divorcio”; no porque litigue en los juzgados ni mucho menos, sino que lleva tres de éstos a cuestas; me comentó, o mejor dicho, me convenció de que yo lo que necesitaba era salir con alguien y divertirme. Según él y su vasta experiencia en la materia: “Nada como celebrar por la libertad restablecida con cualquiera que no le importe tu nueva falta de compromiso”.

Apenas lo dijo (con ese tono tan a gargajo) intenté defender mi posición ante tanta insensatez. Sin embargo caí en cuenta que no valía la pena discutir por una apreciación que no me pertenecía. Aparentemente, todos sabían más que yo de mis propias necesidades. En vista de eso, me reservé las ganas de enviarlo por agua y… Me dijo con la voz barnizada de orgullo: "Primo, entre todos te hemos conseguido una cita para el viernes. Eso sí, no me vayas a preguntar quién es porque no la conoces; de hecho, yo tampoco, pero Arnoldo 'mi ex–cuñado', ¿tú te acuerdas de él?, el gordito que es más jodedor que el carajo, él si la conoce. Aparentemente el culito está bien bueno y por lo que me dijo el gordo, a ella también hay que ayudarla.
"¿Ayudarla?", me pregunté sin interrumpirlo. No obstante, el continuaba dándome los pormenores y con un tono impregnado de sabiduría artificial me comentó: “Para que todo te salga de lujo en tu cita, debes respetar tres condiciones. Primera: Nunca hables de Lucía. Segunda: No intentes lucirte con esas pendejadas zodiacales ni nada de esa paja de los signos que a ti tanto te gusta. 'Las mujeres quieren acción y no un güevón que las analice'.

"Por último y no menos importante… Tu misión es divertirte. ¿Eso qué quiere decir?", el mismo preguntó y contestó en plan monólogo. "Que tú no necesitas compromisos. Usted se echa su bailaíta, un vinito, su polvito y pa’ la casa.”

Guardé silencio por unos segundos mientras analizaba la sarta de estupideces que supuestamente me ayudarían a salir airoso en mi cita a ciegas y antes de argüir, pensé y repensé, lo juzgué en silencio por su condición de triple coronado del divorcio y volví a pensar.

…En medio de tanta idiotez, sus consejos tenían cierto sentido. Era muy cierto que yo necesitaba divertirme, con o sin sexo, (preferiblemente con…) pero eso no era lo que me preocupaba, lo que sí, era con quién me tocaría sentarme a platicar e incluso convencer para que se fuera conmigo a la cama.

A pesar de mis preocupaciones, acepté la propuesta y anoté su número. Lo peor que podía pasarme era que la fulana se pareciera a Lucía, y como ella… muy difícil.

Así fue como me dije: “No tengo nada que perder.” Y como la primera impresión es lo que cuenta, me fui directo a renovar mi armería de personalidad en una discotienda que me habían recomendado por los lados de Prados del Este y recién llevaba abierta no más de un par de semanas.

Reaccioné de esa manera porque no deseaba transmitir un mensaje equivocado con esos CD’s de despecho que había venido escuchando durante los últimos meses. Sin mencionar que ya era la hora de quitarme de encima esa suerte de luto musical que me tenía el autoestima vestida de negro.

Apenas entré al lugar, reconocí que Doñake tenía razón. La discotienda en su noventa por ciento estaba dedicada al Jazz. Para muestra el nombre en la entrada: “Birland”. Pasillos enteros conformaban una especie de parque temático dedicado a los grandes intérpretes y compositores de la enigmática melancolía; de esa música cuyo embrujo demoledor se registra en los estudios de grabación y en los irrepetibles “Jam sessions” como una suerte de cofradía after hours.

Nunca antes había permanecido tanto tiempo en una discotienda. Durante mi estancia en el recinto me aparté por completo de las conjugaciones del verbo estar y entendí perfectamente a Cortázar y “Su perseguidor”, mientras me deleitaba con las grabaciones que la encargada del local me ofrecía para mi deleite. Por cierto, ya que la menciono… No había conocido antes a una mujer tan atractiva e interesante que le gustara el Jazz tanto como a mí. De hecho, me vi tentado a invitarla a salir pero desistí de la idea por culpa de Sofía “mi cita a ciegas”.

Lo cierto es que entre Coltrane, Stan Getz, Duke Ellington, Bud Powell, Miles Davis y lo nuevo de Chick Corea “The Ultimate Adventure”, supe de inmediato que había descubierto mi propio santuario y, al mismo tiempo la panacea a la primera de mis circunstancias intermitentes que mencioné al comienzo de mi relato.

Apenas llegué a casa y aún con los discos en la mano, la llamé por teléfono y me presenté. Fui directo al grano. No quería malgastar preguntas o comentarios que pudiesen ser útiles a la hora de estar frente a ella con mi falta de práctica para seducir a una desconocida. Apunté su dirección y concretamos la hora.

Esa noche “la de la cita”, llegué puntual. A sólo unos cuantos metros de mi reinserción a la vida social, me pareció anticuado bajarme del carro y tocar el timbre; sin mencionar que me imaginaba al patán de mí primo reprochándome tanta melcocha. Resolví enviándole un mensaje de texto a su celular para que supiera que ya estaba estacionado frente a su casa. El piano de Marc Seales y el saxo de Ernie Watts me hacían compañía y me ofrecían algo de seguridad. Durante la espera interrumpí “Highways Blues” haciéndola sonar desde el principio al menos en cuatro oportunidades para utilizarla como mi tarjeta de presentación. Entre tanto, maldije en reiteradas oportunidades mis axilas delatoras. Pensé en devolverme e ir a buscar una camisa más oscura que camuflara mi estado de ansiedad, pero ya no había tiempo para eso. La silueta de Sofía se veía a la distancia echándole llave a la cerradura. Reinicié “Highways Blues” por quinta vez e hice un esfuerzo para obtener detalles de su fisonomía antes de que fuera demasiado tarde.

A contra luz y desde lo lejos se le veían atributos agradecibles. “Punto a mi favor”. El rostro aún sin descubrirse producto de la luz tenue sobre el umbral de su casa, fue cobrando personalidad a medida que se acercaba. Drásticamente mi sistema nervioso colapsó por completo ocasionándome retorcijones abdominales tan inapropiados como mi mal sudor. Me quedaban sólo segundos para decidir cómo coño la saludaría. ¿Un beso en la mejilla o en la boca de una…? ¿Bajarme y abrazarla por aceptar una invitación de un amigo mío que ni conozco o simplemente hacerme el duro y que ella sea la que me jalara bola? ¿…Yo qué sabía? ¡Maldita sea…! ya estaba inmerso en el peo y sólo me quedaba enfrentarlo.

Apenas abrió la puerta del carro para subirse, ambos quedamos enmudecidos… No hubo saludo instantáneo, tampoco artificios premeditados. Simplemente nos sonreímos agradecidos con esa extraña fascinación que produce el destino; reconociéndonos el uno al otro de inmediato. Ella me identificó en el acto como el cliente de su tienda de discos y yo a ella, como la que me sembró nuevamente la ilusión por el Jazz esa tarde en la discotienda de Prados del Este, o debería decir: “En mi nuevo santuario”.



www.impresionesdeuntranseunte.blogspot.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

Simplemente bello.