jueves, 8 de marzo de 2007

GOD SAVE THE QUEEN

Gustavo Valle


Pingüino llegó con su Fender a eso de las cinco, cuando Dalila estaba arriba pinchándose y yo recién salía del baño con mi cresta impecable y un imperdible de acero en mi oreja izquierda. La casa estaba sola (papá se había muerto hacía años y mamá estaba tomando el té donde unas amigas).

Enchufamos el micrófono, la Fender y el reproductor con la pista, y más tarde bajó Dalila dando tumbos, arrastrando un aire de loca, más linda que nunca. Tenía esos pantalones negros y rotos que me encantaban y se deslizó como una geisha posnuclear con sus pelos dinamitados. Pingüino se quedó viendo fijamente no sé si sus pelos o su culo redondito, y a mí no me gustó eso y le dije: “vamos a darle, vamos a darle”, y le pasé el cuaderno donde yo había escrito la letra:

Suicidio colectivo
Aplastar las ilusiones
Escupir los corazones
Alivio vengativo


Le encantó. Me dijo (textualmente) que allí había un ser humano en busca de su redención. Pero Dalila fue brutal: “podrías ser menos cursi, ¿no?”, y ese ¿no? me liquidó: odié por un momento su estilo misterioso y quise olvidar para siempre su cara de pirómana pero no pude. Nunca pude.

-Arranca, me dijo Pingüino. Ya sabes: voz ronca, voz ronca.

Yo siempre quise pararme frente a un estadio repleto de gente y poner a vibrar a las chicas. Crecí con la imagen de las japonesas que se arrancaban los pelos y lloraban como hienas escuchando a Lennon y McCarthy. Y es que si todo salía bien y a Pingüino le gustaba mi voz, yo podía sustituir a Pablo Dagnino en los micrófonos de Sentimiento Muerto. Y ser el cantante de Sentimiento Muerto me iba a garantizar el amor de Dalila.

La Fender de Pingüino sonaba durísimo y yo cantaba con la voz lo más ronca que podía:

Suicidio colectivo
Aplastar las ilusiones
Escupir los corazones
Alivio vengativo


Agarraba el micrófono como si fuera la balsa de la medusa y daba unos saltos tremendos con las piernas extendidas. Repetí la estrofa más de cinco veces y añadí otras piruetas. Pero al rato Pingüino comenzó a hacerme unas señas raras (él siempre fue medio raro), y algo quería decirme con sus dedos. Pensé que me estaba pidiendo que improvisara, ¡improvisa!, creí ver en sus gestos incomprensibles, y me lancé:

Colguemos al papa
Matemos presidentes
Prendidos a la solapa
Llevo tus dientes.


Me animé. Subí el volumen del amplificador. El woffer estaba a punto de reventar y toda la casa vibraba como si tuviera corriente.

¿Y Dalila? Dalila estaba en otra cosa, o en otro planeta, con los ojos imantados en un imperdible de su chaleco parecía no escuchar nada.

Entonces Pingüino dejó caer con violencia la Fender, bajó el volumen de la pista y yo quedé solo cantando en el vacío.

-¡Basta, basta, basta!, dijo Pingüino… ¡Basta!, repitió. Dejé de cantar, hubo un silencio largo y luego dijo: la letra es excelente, tiene potencia, allí hay un ser oprimido que lucha por…, pero tu voz… tu voz…

-¿Mi voz qué?

-Tu voz es una mierda, me arrojó Dalila.

-Bueno, no tanto -atajó Pingüino- pero es demasiado dulce, muy melódica… no sé... Yo pensé en ti, pero quizás sea mejor pensar en tus letras y buscar otra voz. Tus letras podemos potenciarlas con una voz que llegue a los huesos, de esas que hacen que el mundo desaparezca.

Aquello fue un coitus interruptus. Yo creía que éramos una máquina más o menos aceitada: pista, Fender y mi voz bien ronca.Pero Pingüino era un músico famoso y yo apenas un carajito disfrazado de punk. Así que no dije nada.

-En realidad no es mala tu voz -quiso arreglar Pingüino al ver mi cara-, tu voz tiene color (no sé qué quiso decir con eso) No es que no sirva, sino que para cantar punk hay que… y se quedó buscando la palabra adecuada “hay que… hay que…”, hasta que finalmente encontró, no la palabra sino otra cosa y dijo: -A ver Dalila inténtalo tú. Y sin sorprenderse ni un poquito, Dalila se deslizó como una Matahari, como una cobra de la india hasta el micrófono. Pingüino me arrancó de las manos mi cuaderno y se lo dio a Dalila. Entró la pista, sonó la Fender y después vino la voz.
No se cómo explicarlo, pero de pronto toda la casa se elevó diez o quince centímetros del suelo. Los adornitos de las paredes, las flautas de Machu Picchu, los sebucanes polvorientos, parecían metidos en una nube narcotizada. Sé que no es propio de un punk decir “narcotizada” pero en ese momento algo como la menta recorrió mis venas. Allí estaba Dalila, totalmente inexpresiva, con la cara más pálida que nunca y su boca apenas abierta, sin moverse casi, emitiendo sonidos hondos y extraños. Más que cantar, parecía que hablaba, hablaba fantasmalmente, hasta daba miedo. Yo sentí que algo parecido a la capa de Drácula envolvió la casa y nos metió a todos en su vientre.

Pingüino estaba en éxtasis y puso cara de haberse fumado todos los porros de la Calle C del Valle. Yo lo veía (lo vi después de salir de mi propio transe) y vi que sus labios seguían los labios de Dalila como un sordomudo enamorado:

Matemos al papa
Besemos la serpiente
Un nido de ratas
Inunda mi mente


Pero la voz de Dalila se hacía cada vez más profunda, más honda. Se iba escondiendo dentro de su cuerpo y en vez de salir de su boca parecía que entraba y se encerraba. Con el micrófono agarrado como un lirio, Dalila se fue extinguiendo lentamente. Algo como una tormenta de arena le cayó encima y la fue cubriendo poco a poco. Al final, con apenas un hilo de voz, Dalila se derrumbó sobre el suelo, no con la consistencia de un cuerpo sino como si estuviera hecha de una seda ligerísima. Pingüino se quitó la Fender de encima y fue el primero en socorrerla. Le aplicó unos violentos masajes en el pecho y después unió su boca de ardilla con la hermosa boca de Dalila para darle aire. Este beso de auxilio fue largísimo, duró horas y horas. Yo sólo alcancé a quedarme al lado de ella, agarrando su mano huesuda, acariciando sus pelos, hasta que llegó la ambulancia.

Un mes después Pingüino y yo nos fuimos a Coco´s. Me pasó buscando en su Maverick dorado, y abrimos dos o tres latas de cerveza mientras rodábamos. En todo el trayecto no nos dijimos ni pío, ni siquiera mencionamos lo de Dalila. Pero ella estaba con nosotros. Colgada en algún lugar del espacio-tiempo, Dalila estaba allí. No la veíamos pero estaba allí, sentada en el centro del largo asiento delantero, entre Pingüino y yo, encargada de la música.

Ya en la entrada de la disco se escuchaba la voz ronca de Johnny Rotten cantando God save the Queen. Adentro todo estaba oscurísimo y apenas se distinguían las caras de la gente con las paredes y los peinados. Pingüino se fue a saludar a unos amigos y yo me quedé solo al lado de la barra. Pedí una cerveza y me puse bailar con los ojos cerrados largo rato. Mas tarde apareció Pingüino con un tipo con chaleco y los pelos cortados con navaja. “Pablo -le dijo Pingüino-, este el chamo de que te hablé”. Y Pablo Danigno me dio una palmada en el hombro y me dijo: “así que tu eres el que quería serrucharme el puesto”. Y yo le dije que no, qué va Pablo (me puse nervioso) esas son vainas de Pingüino que siempre quiere montar bandas nuevas. Pero Pablo Dagnino no me escuchó o no entendió lo que le dije, y siguió de largo hasta que la oscuridad o las chicas se lo tragaron.

2 comentarios:

Jose Urriola dijo...

Gustavo,
Gracias por este relato. No sé cuánto de documental tenga ni cuándo empieza el film de ficción; pero el efecto que me provocó fue contundente.
Yo a Pingüino lo conocí tarde, cuando ya había montado una banda llamada La Calle. A Dagnino no lo conocí jamás. Compartí unas cuantas veces con Cayayo porque ensayaban en casa de un amigo común en los tiempos de Dermis Tatú, me cayó bien, me pareció lúcido, llano y gracioso, contrario a la imagen de carajito pretencioso que antes se me había antojado que era.

A tu Dalila no la conocí, pero le puse cara gracias a tu cuento: la de la bartender de un lugar en Sabana Grande llamado el Moloko Bar. Ella era rubia, pequeña, guapísima, con un cuerpo compacto y bien contorneado. Usaba grueso delineador negro y cueritos hasta en los tobillos. Yo tartamudeaba hasta para pedirle una cerveza y ella se sonreía. Sonreía ausente.

Gustavo Valle dijo...

Gracias, José. Si ves a Pingüino mándale saludos, que yo no lo veo desde hace como cien años. Y sí, mi Dalila es exactamente igual a tu rubia del Moloko. Seguro que son hermanas gemelas y recién ahora, después de tanto tiempo, nos venimos a enterar.